Los dos señores con bombín, Mr. Montag y Mr. Allman, pasaban una acalorada tarde de agosto en una acalorada y reñida discusión que tenía en vilo y al pie de la exasperación a todo el café.
Mr. Montag, hombre de moral intachable y de rectitud envidiada en cada rincón del país, defendía estos valores a ultranza y hablaba de las bondades y maravillas del ángulo perfecto, del símbolo y del hecho. Algo que Mr. Allman no podía asumir, de ninguna forma. Mr. Allman era un amante casi literal de la curva, a la que llamaba madre de todos los cambios y motor del dinamismo. Mr. Montag de estas cosas prefería no saber casi nada. Es más, le alteraban mucho, siendo un hombre tan dogmático, tan convencido de sus argumentos, tan propio.
La discusión ascendía gradualmente hasta amenazar con echar abajo todas las líneas maestras del café, pero nadie quería irse y perderse la batalla entre dos académicos de altura y decanato.
Mr. Montag, muy irritado, arrancó una línea recta del borde de su libro (un Ulises de dentro de treinta años, perfectamente conservado) e intentó clavarla en un hombro de Mr. Allman, que reaccionó, como buen arquero británico, utilizando la curva de la mesita como improvisada cuerda para contraatacar lanzando un vaso. Mr. Montag saltó de su asiento hacia una de las esquinas del café; el vaso se rompió contra la pared, y él sacó un ángulo recto que arrojó contra el interlocutor como un boomerang. Fue Mr. Allman quien tuvo que tirarse al suelo entonces, a su edad, y buscó a tientas las líneas de las redondeadas puntas de los zapatos de un cliente asustado. Las usó como distracción arrojadiza, porque lo que él quería en realidad era la circunferencia perfecta de una mesa, que al tirar encima de Mr. Montag obligó al adversario a caminar en círculos como un bucle.
Había ganador. Mr. Allman, entre carcajadas, fue a salir del café como el triunfante y justo vencedor, pero tropezó con la sutil línea recta que se trazaba en el hueco de la puerta y se dio de boca contra el suelo.