sábado, 27 de agosto de 2011

Fumar mata

Y alguien abrió el cajón de las obviedades. Meditamos el hecho de haber tirado mucho y muy bueno en el fondo de una pitillera, pero la verdad es que las conclusiones olían a humo. Olían fatal. Más obviedades.

En otro tiempo, dijeron, los monos probaban primero lo que fumamos. Eso ahora amplifica los costes hasta un techo intolerable y se ha convertido en pasado, en pieza de museo. En fin, dijo Charlie, tengo un cáncer de garganta al que hay que hablarle de usted; mirad, sé de lo que hablo.

Como él ya era cadáver, fumaba. A veces pasaba alguna calada como un Cristo entre parientes. Este es mi cuerpo, esta es mi sangre, este es mi tejido infectado, etcétera. El pitillo, sin más, era el Judas.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Buenos modales

Cuando cayó el tenedor, todos los clientes del restaurante hicieron silencio. Luego, como en cámara lenta, se estrelló un vaso y le siguió el golpe sordo de un cuerpo sin vida. Cuchillo en mano, justo estaba introduciéndose un trozo de carne en el fondo de la garganta cuando su amigo lo saludó con una fuerte palmada en la espalda.

miércoles, 17 de agosto de 2011

Pienso, luego no existo

-¿Aceptas a José como tu legítimo esposo?
Las palabras del sacerdote retumbaron en todos los rincones de la iglesia, pero aún más dentro de la cabeza de Laura. Como si cada repetición del eco le trajera una pregunta diferente: Dónde estarías en este momento si hubieras aceptado aquella propuesta de trabajo en París. Qué sería de tu vida si no hubieras abandonado las clases de zapateo americano. Dónde vivirías si te hubieras ido con tu amiga a recorrer el mundo con apenas una mochila. Cuál habría sido tu destino si no hubieras aceptado aquella invitación que te hiciera José. Entonces se sintió como una cucaracha eligiendo un único camino entre los inmundos caños del sumidero.
-No soy una cucaracha- fue su respuesta, pero en la iglesia nadie entendió nada.

domingo, 14 de agosto de 2011

Ángulos rectos contra curvas

Los dos señores con bombín, Mr. Montag y Mr. Allman, pasaban una acalorada tarde de agosto en una acalorada y reñida discusión que tenía en vilo y al pie de la exasperación a todo el café.

Mr. Montag, hombre de moral intachable y de rectitud envidiada en cada rincón del país, defendía estos valores a ultranza y hablaba de las bondades y maravillas del ángulo perfecto, del símbolo y del hecho. Algo que Mr. Allman no podía asumir, de ninguna forma. Mr. Allman era un amante casi literal de la curva, a la que llamaba madre de todos los cambios y motor del dinamismo. Mr. Montag de estas cosas prefería no saber casi nada. Es más, le alteraban mucho, siendo un hombre tan dogmático, tan convencido de sus argumentos, tan propio.

La discusión ascendía gradualmente hasta amenazar con echar abajo todas las líneas maestras del café, pero nadie quería irse y perderse la batalla entre dos académicos de altura y decanato.

Mr. Montag, muy irritado, arrancó una línea recta del borde de su libro (un Ulises de dentro de treinta años, perfectamente conservado) e intentó clavarla en un hombro de Mr. Allman, que reaccionó, como buen arquero británico, utilizando la curva de la mesita como improvisada cuerda para contraatacar lanzando un vaso. Mr. Montag saltó de su asiento hacia una de las esquinas del café; el vaso se rompió contra la pared, y él sacó un ángulo recto que arrojó contra el interlocutor como un boomerang. Fue Mr. Allman quien tuvo que tirarse al suelo entonces, a su edad, y buscó a tientas las líneas de las redondeadas puntas de los zapatos de un cliente asustado. Las usó como distracción arrojadiza, porque lo que él quería en realidad era la circunferencia perfecta de una mesa, que al tirar encima de Mr. Montag obligó al adversario a caminar en círculos como un bucle.

Había ganador. Mr. Allman, entre carcajadas, fue a salir del café como el triunfante y justo vencedor, pero tropezó con la sutil línea recta que se trazaba en el hueco de la puerta y se dio de boca contra el suelo.

miércoles, 10 de agosto de 2011

La fórmula del descenso

La noche raja de manera espectacular un día plagado de sombras en este París afónico. Se pueden escuchar a las cucarachas arrastrar sus negros caparazones por las aceras mojadas que subyacen bajo las toneladas de hierro pudelado de la torre Eiffel. Su pelo rubio oscila al viento a doscientos setenta y seis metros de altura, en el último nivel visitable de la mastodóntica torre. Las heridas que abre la felonía no son fáciles de suturar, pero conoce una fórmula que nunca falla, como esa de que dos más dos, casi siempre, son cuatro. Los campos Elíseos cada vez se ven más cerca, cuando el revuelo del cabello lo permite con sus antagónicas y onduladas interferencias sobre los azulados irises, claro. Los metálicos metros transcurren a toda velocidad mientras el traidor, ajeno a la locura, besa los labios de una desconocida. Y es el terrible impacto el resultado de esa fórmula que nunca falla en la que ella pensaba y en la que, afortunadamente, ya no piensa.

domingo, 7 de agosto de 2011

La discusión

Cierto día, la página 234 del Ulises de Joyce le dijo a la que le seguía que desapareciera, que era insignificante, que no aportaba ningún concepto interesante a la novela. La página 235 no se hizo esperar y le respondió con mucho vigor: “Vete tú, si algo no te gusta”. Entre críticas y defensas, se armó una discusión tan grande que en poco tiempo se había extendido por todo el libro; no había página que no expresara en voz alta su descontento o que no reclamara su lugar de privilegio en la trama. No habían pasado más de cinco minutos de gresca cuando un hombre de uniforme gris se acercó a la estantería, tomó el libro con determinación y lo hojeó con rudeza, poniendo fin a la controversia. En esa biblioteca había reglas muy estrictas en cuanto al silencio.

martes, 2 de agosto de 2011

Conchita

La situación es dramática. Quiero decir, Conchita me apunta con una navaja.
Está armada por partida doble, porque además está histérica.
“CON-CHI-TA”, le digo, pero responde a mi llamada con la masacre de las cortinas. De repente la ONU se vuelve más inútil que nunca ante esta matanza indiscriminada. Me siento impotente mientras la tela chilla por su vida antes de salir por la ventana, y ninguna coalición de encajes quiere venir a su rescate. La política internacional de la industria textil, tan necesaria en otras ocasiones, es ahora poca cosa ante la punzante situación actual y me planteo que, mejor, vengan a mi rescate los sanitarios. Parece que tendré que apañarme con mi autotutela. La situación es dramática: Conchita se orina encima y el resultado es puramente corrosivo. Huelo a miedo, con este calor creo que a algo más, y creo que es hora de correr. Huelo a nervios y a adolescencia añorada. Conchita, con el poder que da un borde cortante, vuelve a la juventud histérica que la alumbró y parece que tiene ganas de quedarse aunque nadie la haya invitado.
Se tiene que estar bien en su posición, atizando navajazos al aire.
Porque Conchita tiene una navaja. Y entre la espuma de su boca y los restos de unas cortinas que nunca soportamos, ni propios ni extraños, creo que no me queda nada a lo que agarrarme, como en la letra de una canción pop. Nada a lo que agarrarme.
Nada serio. Quiero decir.
Hay que salir por las ventanas.