lunes, 21 de noviembre de 2011

Soll seife werden

Ninguno de nosotros creyó que fuera cierto, no al menos de la forma en la que nos lo dijo aquel viejo maestro: El jabón se hace con grasa animal, con grasa de cerdo. Aquello nos pareció un disparate, pues era un contrasentido que la mugre se quitara con grasa; pero se lo dejamos pasar, inocentes -entonces- de que los humanos lo usáramos todo en provecho propio. Esto fue hace muchos años, cuando apenas éramos unos críos.

-Herr Kapitän, ya están preparados los elementos en el baño- me anunció a boca de jarro el Cabo Weigel, asustándome y alejando mis recuerdos. Así que, con gesto enérgico, dejé sobre el escritorio la lista de la nueva carga que había traído el tren y fui a lavarme las manos.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Generalfeldmarschall

Erwin, de puertas para adentro, no era la bestia inhumana que podía parecer. Cuando le comunicaron su ascenso a mariscal de campo, tan sólo esbozó una leve sonrisa, pues para él lo importante no eran los galones sino dar a conocer al mundo la superioridad del imperio ario. Su madre le enseñó que la suciedad se limpiaba con jabón. Durante las batallas de limpieza racial siempre percibía el sabor alcalino del hidróxido de sodio del jabón de tocador con el que su madre le frotaba la lengua cuando decía palabras impropias de su estirpe. Siempre era mejor lamer la perfumada y grasa pastilla que recibir los latigazos secos de su progenitor, que armado con su cinturón de cuero y la hebilla de plata con el águila federal, le partió literalmente las costillas en dos ocasiones. Tal vez por eso siempre hablaba de imperializar y de grabar a fuego el emblema del Sacro Imperio Romano Germánico, para que todos lo recordaran más allá de este mundo. Y es que también sabía que el dolor tiene propiedades increíblemente buenas sobre la memoria. Cuando cerraba la puerta tras de sí, se quitaba las botas, colgaba el uniforme y se dirigía en ropa interior al comedor, en el que le esperaba una cena siempre exquisita sobre la mesa. Nunca, nunca, se lavaba las manos antes de cenar; él ya estaba lo suficientemente limpio.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Mann der Seife

Sorprendió mucho a propios y a extraños que, cercana a los cuarenta y largos, la señora Listz anunciara con toda la pompa y la relevancia necesaria e imprescindible su casamiento. Primero, porque Emma Listz no fue bonita ni mientras aprendía a caminar y, segundo, y no menos importante, porque el esposo era un hombre de jabón.

Aunque aquello la convirtiera durante meses en el centro de toda la comidilla local, Listz siempre llevó la cabeza muy alta y no tenía ningún reparo en elogiar las cualidades de su nuevo marido, para ella inherentemente superiores a las taras de muchos otros hombres. Por ejemplo, cuando, una vez durante un té a media mañana, le comentaron lo inexpresivo de su hombre, respondió que no tenía que preocuparse para nada del siempre desagradable asunto de la higiene masculina, o de la falta de ella. No quedó otra opción a sus amigas que aceptar lo obvio. Algunas, por lo bajo, la envidiaron.

Y aunque no tardaran en tildarla, con malicia sin duda, de pobre loca solterona, la señora Listz vivió feliz mientras pudo con su obediente y seco marido de jabón, aunque entre dientes siempre protestaba de su escasa iniciativa y de lo complicado de las noches, en los que el tacto (aunque Listz presumiera siempre de las suaves caricias de su hombre) se terminaba volviendo demasiado pegajoso, cuando ella simplemente lo habría deseado cercano. Resolvió que ambos debían dormir en camas diferentes. A fin de cuentas, cuadraba bien con la mentalidad de la época; al menos esto fue aplaudido por los moralistas provincianos y los párrocos, pero al parecer fue la causa principal del divorcio y de la ruptura total varios años después. Aún a su edad, la señora Listz necesitaba todavía algo de los hombres, algo que su estoica pareja no podía otorgarle de ninguna forma convencional, aunque sí de otras tantas bastantes higiénicas.

Los que siguen visitando a Emma Listz comentan que ya no queda ni rastro de aquel hombre de jabón y de que ella prefiere no hablar de él, pero que permanentemente reina y gobierna un olor magnífico por toda la casa.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Maruja no puede correr

Empaquetada en un vestido gris plomo, la señora Maruja pasó raudamente por delante de los cuatro jóvenes. Al verlos, muy pronto notó que andaban en algo raro, por eso aceleró el paso. Preocupada por su seguridad de señora viuda y sola, dio vuelta la cabeza y alcanzó a ver que uno de ellos se guardaba algo en el bolsillo. Pudo ver la acción, pero no el objeto que ocultaba. Se convirtió, como es obvio en una señora viuda y sola, en algo prioritario por urgente, digno de las progresivas agitaciones de su pecho. Los cuatro reían, reían mucho, y la señora Maruja dudaba mucho que fuera por un mero hecho deportivo o cualquier escarceo con jovencitas. Ella aún no había girado la esquina y esos jovencitos, con las manos en los bolsillos y las siniestras risillas en la boca, caminaban más deprisa que ella. Maldijo su edad cuando sintió las respiraciones de aquellos jóvenes en su nuca; pensar que de joven había sido atleta y que ahora no podía ni siquiera hacer el amago de correr, le obligó a detenerse. Se giró lentamente esperando que la cadera claveteada aguantara la torsión y les miró fijamente. Las risas cesaron de forma tajante cuando el percutor restalló. Al primero le disparó tan de cerca en la cabeza que una nubecilla roja cubrió todo con su smog. El olor de después fue una mezcla entre basura y hierro. Resultado, todos muertos. Velocidad ya no tendría, pero puntería...