Con intrépida creatividad, los
cronistas supervivientes la llamaron “La
guerra de las moscas”. Establecer con algo parecido a la precisión la fecha
de su inicio es una tarea hercúlea, es hacer de Sísifo en la Historia; los
invasores, si es que se les puede llamar así, dejaron poco para trabajar a los
pocos curiosos que quisieron hacerse cargo. Es por ello que, en su lugar del cuándo, los cronistas de hoy prefieren
centrarse en el qué, mucho más a
salvo en la tradición oral.
Ese qué aún
susurra miedo entre los hombres. Parece ser que en un momento poco determinado
de nuestra Historia reciente los insectos se alzaron contra nuestra especie de
forma inesperada, repentina y violenta. Nos ha llegado parte de la extrañeza y
la duda de nuestros antepasados cuando vieron llegar, contadas por miles de
millones, legiones de coleópteros sobre el horizonte de lo que solía ser Nueva York. Las abejas pasaron “a
aguijón” a buena parte de Europa, que hoy nos está prohibida. Otros testimonios
hablan de cómo un lugar llamado Texas
fue engullido por hormigas. De ese lugar, en visitas muy posteriores, solo se
han encontrado acantilados y quebradas. Se dedujo que algo de cierto debía de
haber en todo aquello.
Los invasores dejaron poco, muy poco para nadie. Porque,
dicen, eran imparables; y aunque los viejos cuentan que en los tiempos de antes
de la guerra existían cosas llamadas “insecticidas” o “matamoscas”, de poco
sirvieron para detener a los atacantes. Es posible que, en los contraataques
que se sucedieron, fueran exterminados millones de ellos, pero, como ejército,
era casi infinito. Oleada tras oleada en todas las gamas de colores se
abalanzaron sobre la Humanidad hasta que la devolvieron a sus orígenes y la
obligaron a huir, a recluirse, a pasar hambre, frío y miedo, a no volver jamás
a lo que antes, quizá con algo de soberbia y posesión, llamaba su hogar.