sábado, 30 de julio de 2011

ανάγνωση


En un principio coma todo era bastante confuso coma no siempre podían entenderse aquellos trazos sin dificultad punto y coma pero que un día coma como por arte de magia coma todo cambió punto seguido la lectura se había vuelto más simple coma más fácil coma y los lectores dejaron de confundirse tanto punto y aparte hasta las cosas más simples parecen nacidas de pequeños milagros dos puntos la puntuación había llegado al mundo punto final

miércoles, 27 de julio de 2011

Citas furtivas

Ni una ni dos. Tres, tres veces en un solo día. Tres citas furtivas, nada menos. Peor que en un documental de depredadores, ahí estaba ella, en su propia jungla. Sus manos pegajosas denunciaban al amante. Una, otra y otra vez, se había entregado ávida aunque afligida -cual monja en un cine XXX- al momento de placer. Sentada en las escaleras sucias, vigilaba las sombras, que de vez en cuando le guiñaban un ojo, o miles de ellos, cómplices.

“No diremos nada si tú no mencionas lo del niño que nos acabamos de comer”.

Aquellos eran siempre encuentros rápidos, de esos en los que apenas podía recomponerse el semblante o la ropa, algo que sin una tropa antidisturbios repartiendo palos era difícil de justificar. Sabía que una mancha en la camisa podría denunciarla, por eso siempre llevaba en la cartera unos pañuelos humedecidos o un frasco de colonia con aroma de bebé. Ay, bebés. En realidad la mera idea de olerlos lo hacía todo más difícil. Tendría que cambiar de fragancia, pero, por lo pronto, ése era el perfume que la sacaba del éxtasis y la arrojaba al piso, cargada de culpas y de algún anhelo suelto pegado al tacón. Sentía rabia de sí misma porque quería escapar de aquello, tomar el control de la situación, sin embargo el cuerpo le negaba ese derecho exigiendo papeleo y escudándose en una burocracia hormonal verdaderamente atroz e infernal. Se hundía cada vez más, con roedores y todo huyendo de ella en desbandada, en aquel océano de protección oficial. Los labios húmedos, la respiración entrecortada, la imagen de sus dientes clavándose en él evocaban historias recientes de canibalismo y romance, todo muy neo-pop, muy adolescente, muy tierno. Contrólate -se decía-, porque los que podrían hacerlo se han puesto en huelga y no veo al Ejército cerca; al final van a terminar descubriéndote, en cualquier momento va a llegar alguien, tal vez los niños, tu marido, tu otro marido, tus otros niños, la televisión privada buscando sangre. Pero no, sentía un deseo incontrolable de entrega y ya nada podía detenerlo. Sentada todavía en los escalones, suspiró resignada y se rindió a un cuarto encuentro. Banderita blanca y cuadro para la posteridad en algún museo: la rendición ante los dulces momentos de la vida. Se ató el cabello, se arremangó, musitó un conjuro chamánico aprendido en la clase de aerobic y finalmente sacó otra tableta de chocolate de la bolsa. La última de ese día, se juró, mientras pensaba ya en anuncios de empresas suizas, con ancianos incitando a aparearse con el cacao. La saliva se le volvía fugitiva de la boca.

sábado, 23 de julio de 2011

Monstruos

Al señor Larson no le gustan los gatos. Dice de ellos que son monstruos de cuatro patas dispuestos a sacarte los ojos cuando menos te lo esperas y que además son foco de infecciones. La señora Williams, sin embargo, los adora; bisbisea mientras barre el patio para atraerlos y de vez en cuando les deja en una esquina algo de comida. Los felinos se lo agradecen frotando sus enjutos cuerpos contra sus varicosas piernas mientras maúllan.

Larson, cuando los ve desde su ventana del cuarto piso merodeando por el patio, vacía un cazo de agua fría sobre los felinos, que bufan mientras escapan a la carrera de ese hombre tan antipático. Williams mira hacia arriba y le increpa para que no vuelva a hacerlo, “¿acaso le molestan?”, y él se mete de nuevo en su casa mientras gruñe.

Es tanto el odio que siente por los felinos que un día comienza a tirar bolitas de pollo envenenado desde su ventana. La señora Williams ha recogido a más de un pobre animal moribundo o muerto del todo, por desgracia lo de las siete vidas es falso.

Ya no quedan gatos.

Amparadas por la oscuridad y con alevosía, son ahora las ratas las que campan a su antojo por las esquinas. Esta noche el señor Larson ha tenido una desagradable visión cuando estaba sentado delante del televisor. Una rata tan grande como un gato ha atravesado el pasillo en dirección a la cocina. Odia las ratas. Son monstruos de cuatro patas, dice.

miércoles, 20 de julio de 2011

Redundancia

En ocasiones se repiten los insólitos fotogramas de mis recuerdos, creando un bucle de imposible resolución que sólo con el agotamiento y la migraña acaba disolviéndose como un Alka-Seltzer en un vaso de agua.

Nunca he vuelto a verla, pero recuerdo, con mayor asiduidad de la que deseo, ese último encuentro con el que ahora mi cabeza trata de atormentarme. Sin suerte, por cierto.

Odio el calor. Y ese maldito día de agosto del año más insignificante que albergo en la memoria, no era caluroso sino infernal. Quizá fuera ese el motivo que me llevó a descolgar el teléfono. Con inusitada violencia le espeté que necesitaba verla de forma inmediata en mi apartamento. Lucía accedió sin poner objeciones, tal vez pensando en una reconciliación, pues ella siempre ha sido dada al enamoramiento mental. Para algunas personas, las separaciones siempre son asuntos deliberadamente complicados y muchas veces uno desea escarbar en tierra ya batida para tratar de encontrar el olor de su propia micción.

Lo había calculado todo con vehemencia. Desde la plastificación del maletero del coche, hasta la compactación de la basura por parte de un funcionario que por dinero no preguntaba más de la cuenta. Pero todos mis cálculos se esfumaron en el mismo instante en que cruzó el quicio de roble de la puerta acorazada, y entonces me di cuenta de la redundancia que supondría matar a una mujer que ya estaba muerta para mí. Lucía me miró con obscenidad y sentí que deseaba que rompiéramos los años de silencio sobre el desgastado colchón de mi habitación.

En algún respiro, dejaba caer mi brazo, palpando con éxtasis el barnizado mango del martillo que yacía bajo la cama, pero ella volvía a manejarme a su antojo haciéndome olvidar de nuevo mi propósito. La idea entraba y salía de mi mente como un clavo ardiendo. La redundancia concurría nuevamente, con martillazos o sin ellos.

lunes, 18 de julio de 2011

Desinfectando almas

El fuego lo arrasa todo.

Immin, que no sabe mucho de ninguna cosa, observa desde su posición vertical un cielo salpicado de incontables nubes, aunque hoy, por desgracia, no amenazan con tormenta. La temperatura a esta hora de la mañana es demasiado alta para la época del año, pero es agradable sentir calor cuando otros están helados. Las voces que le rodean son amortiguadas por el grave crepitar de las primeras ramas. A pesar de la situación, no puede evitar sonreír al ver como las asquerosas viejas se cubren con sus mantones de luto mientras castañetean sus dientes, o lo que queda de ellos, con gélida violencia.

Expiar los pecados a más de cuatrocientos grados es lo que hace ahora mientras se le deshace la sonrisa ante la atenta mirada de un ingente grupo de malditos pirómanos. Ellos sí, y no él, le verán la cara al diablo.

viernes, 15 de julio de 2011

Nudo

Me he suicidado siete veces. La última, hace dos días, o dentro de tres. Ya casi no estoy seguro.
La primera vez pensé que efectivamente lo había soñado, pero a la larga comprendí que siempre ocurre lo mismo: cuando termino la faena, cuando los ojos van a cerrarse y me noto más cansado, despierto otra vez, antes de que haya pasado nada, en otro lugar. Sobre mi cama junto a mi mujer, en el coche, en la oficina escuchando a alguien gritarme. Soy la misma persona sin cortes en los brazos, sin sogas al cuello, sin pastillas en el aparato digestivo, sin el sabor a moneda en el paladar. Vuelvo a tomar aire y mis pulmones se abrasan como si funcionaran por primera vez. Volver a nacer con cuarenta años y una molesta sensación de frustración y fracaso.

Cuando intento hablar con alguien de esto, cuando quiero confesarme como suicida interminable, las palabras justas, o más bien las necesarias, no salen de mi garganta, que se cierra como si la estrujaran con un puño de acero, y todo lo que se oye de mí es un pequeño nudo, un quejido lastimero de lo más profundo del pecho. Entonces me preguntan si me encuentro mal, y si estoy enfermo, porque da la impresión de que quiero vomitar.

A veces me cruzo con alguien por la calle que me coge de la mano, de un brazo o de un hombro, y me mira, como suplicante y realmente desesperado, sin decirme nada. Solo brota de él un quejido lastimero.

martes, 12 de julio de 2011

Claroscuro en re bemol

Un sonido rítmico como de gotas metálicas llega a mis oídos sin ningún tipo de obstáculo. La luz de la mañana invade el cuarto y me abre los párpados contra mi voluntad. Dos voces se escabullen por entre las pausas de las gotas y, de a poco, van construyendo una realidad propia. Entonces se vuelven palabras que se encadenan en ese idioma que la gente llama materno. Aguzo el oído y escucho “muy grave”, pero una punzada en la rodilla me desconcentra. Cuando intento llevar las manos hacia allí, noto que tengo los brazos enyesados y que no alcanzo a rascarme. Miró alrededor y descubro la obviedad: estoy en un cuarto de hospital. El único sonido que se percibe es ese pitido que se hace más y más nítido, como si escoltase la llegada de los recuerdos. No consigo recordar qué sucedió. No lo recuerdo y ruego para que no aparezca alguien que me haga recordar. Un fuerte dolor en el pie izquierdo me traiciona y hace que varias imágenes se derrumben sobre mi cabeza y me lleven a la horrible escena en la que dos bomberos amputan mis piernas para librarme de los hierros retorcidos del tren. No. Debo levantarme y abrir la ventana y respirar aire fresco y detener ese pitido ahora llano que parece el veredicto de un juez, pero me quedo inmóvil por trece segundos -exactos- evaluando lo que debo hacer. Por fin, decido que lo mejor es quedarme en la cama, cerrar los ojos y suplicar que el verdadero despertar no tarde en llegar.

viernes, 8 de julio de 2011

Tres de un par perfecto

Esta vez somos los tres los que ideamos una historia diferente bajo un mismo título.
Por cierto, ¡bienvenidos!



Hasta que pasaron muchos años y crecimos no supe que los que disfrutamos de las películas de superhéroes como chiquillos fuimos tres y no dos; que los que robábamos pornografía en el kiosko de la esquina para verla después a escondidas fuimos tres, y no dos; que fuimos tres los que nos liamos a tortas con los del otro barrio, aunque todo el mundo supiera que los que necesitamos puntos de sutura fuimos dos. Pensaba que acabamos juntos nuestro primer videojuego, como dúo, pero en realidad fuimos un trío de mañosos con ojeras y dolor en los dedos. Y éramos tres para ir a ver los partidos, aunque solo nos cobraran a dos.
Hasta mucho después solo fuimos dos los que perseguimos a la misma chica, aunque luego supe que había un tercer pretendiente, como supe que hubo un tercer implicado en mis primeros coqueteos con el tabaco, el alcohol y alguna droga más. Nunca sabré si este tercero disfrutaba tanto como nosotros dos de esas largas tardes de heavy metal, primero, y alternativo, después, en mi habitación. Era un convidado silencioso.
No supe, hasta que como hombre le vi tomar aquellas pastillas, que los dos amigos inseparables habían sido algo más, que esa pareja perfecta e indisoluble, ese canto infantil y adolescente a la camaradería, lo habían formado tres, y no dos.

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Desde muy cerca, los dos, mi padre y yo, acompañábamos el ataúd. Con gran dificultad lo cargaban unos campesinos de la hacienda, unos miserables a los que mi abuelo había explotado durante toda su vida. Otro centenar de infelices seguía el cortejo fúnebre desde las casuchas, escondidos sus ojos detrás de las cortinas, temerosos de que mi abuelo rompiera la tapa del féretro y volviese a martirizarlos como lo había hecho por años.
Al volver a la hacienda, mi padre se sentó un largo rato en el sillón de mi abuelo, hasta que, enfurecido, dio un golpe sobre el escritorio y pareció aceptar el Hado perverso que siempre flotó en ese cuarto. Entonces fue él quien pasó a hostilizar a los campesinos, y ellos obedecieron, como de costumbre.
Hoy mi padre está siendo sepultado y los miserables esperan que el tercero de la dinastía tome la actitud habitual, pero yo ya tengo una lata de combustible a mano, con ella voy a encender mi propio Destino y a apagar el de ellos.
El fuego borrará mi culpa y el agua lavará nuestras manos.

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Es curioso el ruido que hace el silencio a las tres de la mañana.

Cansado de esnifar la contaminada rutina de la ciudad y su maldito y continuo ajetreo, busqué una salida; la encontré en este paraje aislado del mundo. Desde entonces, me despierto cada día en mitad de la noche sobresaltado por el aparentemente imperceptible grito del silencio. El mío, sin embargo, no es mudo, así que lo ahogo contra la almohada para no delatarme ante la que yace, desde hace días, sobre el enrojecido colchón.

Aún pienso qué fue lo que me llevó a cortar su cuerpo en dos partes, aunque tal vez sea ese morbo que siempre me han producido los tríos.