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Desde
el punto de vista de un cactus en Tel
Aviv es posible que ni siquiera hubiera existido la última guerra nuclear. Es
un punto de vista al menos aceptable: un cactus no tendría ninguna posibilidad
real de conocer, como entidad, al Estado de Israel, ni a sus enemigos iraníes,
porque de todos modos no eran sus enemigos. Nunca podría haber concebido
Panasia, el colapso ruso, ni la nueva histeria a la europea.
Quizá pudiera notar la
radiación, aunque solo fuera como una nueva y desagradable condición ambiental.
Eso, a fin de cuentas, solía ser
ciencia. Pero, sensorialmente, el silbido de los balísticos intercontinentales rasgando
el cielo está a otro nivel, requiere algo más de percepción. Las explosiones serían
poco más que aire, agitación y calor. La sangre sobre la tierra tal vez pudiera
nutrir, en algún magnífico caso de adaptación. Un cactus en Tel Aviv,
fundamentalmente, no hubiera podido entender los gritos de un país que se
desgarra, y no solo por el agresivo ruido de las ametralladoras.
Si, y solo si, llegara a caer
sobre él la prometida lluvia ácida, quedaría como testigo de algún tipo
desastre medioambiental. Nunca, jamás, una guerra atómica que no ha tenido la
capacidad de entender. Tal vez, recorrido por las cucarachas que sobrevivieron
al sionismo, el cactus pudo haber extrañado el Sol. Pero, si aún vive alzado y
no lo han enterrado el polvo, la ceniza y el azufre, es improbable que sepa que
se lo arrancaron el miedo y la locura”.