sábado, 1 de septiembre de 2012

El patio huele mal

A partir de las diez de la noche era más bajito de lo que ya era por el día. Era raro, sí, pero la varianza de su talla entre el día y la noche era algo de lo que no sólo me percaté yo, sino que era algo que se comentaba de manera usual entre los nuevos. Cierto es que al cabo del tiempo uno se acostumbraba y dejaba de prestarle atención, pero al principio chocaba, por eso cada nuevo inquilino del número zeta de la calle seis le miraba con asombro e incluso con miedo cuando se daba cuenta de tamaña rareza.

El día que llegó la señorita Lilíce a ocupar bajo una renta ridícula (y esto lo sé, no lo intuyo) el piso segundo A, que era interior y extremadamente oscuro, propiedad de la Señora Alina, empezaron los apagones. Sobre las diez de la noche de su primer día se fue la luz en todo el edificio. Volvió al cabo de una hora, una hora demasiado oscura para mi gusto, y es que ocupo un piso igual de interior y de extremadamente oscuro que el de la señorita Lilíce.

El hombre bajito se llamaba Ron, y aunque se pronunciaba de la misma forma, el decía que se pronunciaba Roin. Supongo que le parecía que tenía nombre de perro y por eso lo de añadirle una i, aunque a mi me seguía sonando a nombre de perro. De vez en cuando, o mejor dicho a menudo, los niños de la comunidad le dejaban en el felpudo galletas de perro, cosa que Roin se tomaba con más humor del que me lo habría tomado yo, y si justo les pillaba dejando las galletas lo que hacía era ladrar hasta que los chiquillos huían "asustados" y riéndose. Él también se reía, cogía las galletas y cerraba la puerta.

Las galletas se las daba a Tobi, un caniche negro de pelo brillante y mirada simpática. Su amigo, su gran amigo. Nunca se sintió su dueño y ahora yo tampoco lo hago. Trato a veces de alegrarle, pero su mirada continúa tan triste como el día que Roin, su amigo, su gran amigo, murió.

Como digo, desde el día que llegó Lilíce la luz se iba siempre a las diez y volvía a las once. Y justo a las diez y media era cuando llegaba Roin de pasear con Tobi, así que subían por las escaleras en tinieblas y supongo, porque nunca lo vi, que a tientas. Al principio no prestaba atención a los ruidos del piso de arriba, pero al cabo de los días relacioné el sonido de la puerta del portal al cerrarse con unos rápidos pasos en el piso superior. Era Lilíce, que imagino que corría hacia la puerta para asomarse por la mirilla aunque no viese nada, porque los pasos se dirigían inequívocamente hacia la puerta.

Pasaron unos meses con la misma rutina, tan solo los domingos, como señal divina, Lilíce se iba y la luz no se iba ni volvía ni a las diez ni a ninguna otra hora. Así que era bastante evidente que ella era la culpable de los cortes en el suministro eléctrico. De eso y de la muerte de Roin.

Con el tiempo Roin y Tobi, no necesitaban palpar las paredes ni reconocer el terreno para subir hasta el tercer piso. En el descansillo de la entreplanta segunda, entre el segundo y el tercero, había una trampilla que de manera oblicua comunicaba el suelo del descansillo con uno de los patios interiores. Nunca quise conocer el objeto de tal agujero, que sólo tenía que sobrepasar cuando me dirigía al trastero que ocupaba la bohardilla. Además, la trampilla metálica se hallaba cerrada por un candado del que nunca supimos si alguien tenía la llave.

A las diez y treinta y tres de una noche nos sobresaltaron los ladridos de Tobi. Todos, a excepción de la señorita Lilíce, salimos a la escalera con linternas y tratamos de calmar al perro. Tobi no dejaba de ladrar y de girar sobre la trampilla, pero ninguno de nosotros prestó atención a la indicación; la policía tampoco lo hizo y estuvo buscando a Roin durante semanas sin encontrar ningún indicio de su paradero. Desde ese día nunca más volvió a irse la luz en la escalera.

He de decir que no hay ventanas a ese patio, ni puerta de acceso, es como la mala coincidencia de tres bloques de pisos que dejaron dos metros cuadrados sin construir. El único acceso es por esa estúpida trampilla. Tobi se vino a vivir conmigo, y cada día al ir y al volver ladraba y gemía, pero yo nunca le dejaba pasar del primero, porque era aquí donde ahora vivía.

Empezó a oler mal al mes y medio. Nadie sabía de dónde procedía el olor, pero cuando se hizo tan evidente todos supusimos que venía del hueco de la trampilla. Y efectivamente así era. Cuando los bomberos abrieron la trampilla con un corta metales, descubrieron el cadáver en descomposición de Roin. La investigación policial y sus hallazgos son tan extraños como esta historia, y pese a cerrar el caso sin resolver, todos sabíamos que Lilíce era la asesina.

Cuando el juez ordenó el levantamiento del cadáver, la funeraria vino a recoger el cuerpo de Roin, para lo cuál nos pidieron la altura aproximada del pobre Roin. Haciendo cálculos entre la altura de unos y otros decidimos que debía medir, por el día, un metro y sesenta centímetros. Cuando aparecieron con la caja los del tanatorio, nos preguntaron a los que permanecíamos en la escalera si estábamos de broma, pues aquél hombre debía medir cerca de un metro y ochenta centímetros, más alto que cualquiera de nosotros. Era Roin, era su cara, su pelo, su ropa y su sonrisa marcada hasta después de muerto, pero no era su altura. Así que se fueron y volvieron con un ataúd más grande. Y en él, se lo llevaron.

2 comentarios:

  1. Me ha gustado la historia. Es bonito contar historias y que alguien las escuche con interés. Como los cuentacuentos. Y además, a pesar de ser un poco trágica, tiene rasgos de comedia, divertidos. Por eso me ha gustado. Me ha entretenido y no se me ha hecho larga, a pesar de que suele suceder que sus historias son cortas.

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  2. mE HA DADO MUCHO GUSTO ENCONTRARME TU BLOG... SEGUIREMOS VISITANDO. SALUDOS

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