No daba crédito a lo que estaba presenciando. De una manera casi grotesca por la naturalidad, anotaba en su libreta el peso del blatodeo. Dos kilos y setecientos doce gramos. El exoesqueleto era de un negro pupilar y al tacto, pese a los guantes de látex, frío. El pronoto se extendía sobre el tórax, en el que lucía una cruz blanca que terminaba bajo sus alas. Precisamente por la presencia de alas, dedujo que se trataba de un ejemplar macho. Todo habría quedado en algo meramente excepcional, si junto al moribundo insecto no se hubieran encontrado cientos de ninfas albinas que correteaban al incidir sobre ellas el haz de luz de la linterna; eso indicaba que al menos había una hembra.
- Salvo que fuera el macho el que portaba la ooteca. – dijo el profesor Kasch.
El padre Blaz se giró sobresaltado, pues no había oído entrar al profesor. Antes de saludar se preguntó cómo había sabido lo que pensaba, pues en la nota no detallaba sus dudas.
- Biológicamente y a pesar de su tamaño, sigue siendo una cucaracha. Son las hembras las que portan las ootecas bajo su abdomen, profesor. Lo más extraño es el estigma de su tórax, pues estos insectos carecen de marcas identificativas que los expongan a sus depredadores en la oscuridad. Buenos días.
Ambos, sobre la mesa de ensayo identifican todas las partes. Son, pese a su gran escala, las mismas que en una blaberus craniifer. Tras la incisión abdominal, desprenden el caparazón; tanto el padre como el profesor retroceden sendos pasos.
- ¡Dios mío! – grita Blaz, mientras se santigua.
Un enorme corazón palpita en el interior del extraño ser. Se parece a un corazón humano, pero negro como el exoesqueleto, que ahora reposa a los lados de la cavidad torácica del insecto. Un olor nauseabundo inunda el laboratorio y en cuestión de minutos los límites de la habitación son ocupados por aquellas ninfas albinas que han mudado su color al mismo negro del padre. El corazón del falso blatodeo se cubre con lo que parecen huesos, carne y piel y en pocos minutos se produce la metamorfosis. De esa coraza negra como el carbón emerge una criatura de aspecto humano, pero desnutrido y pálido. De sus escápulas prenden un par de alas membranosas y casi trasparentes, como evaginaciones en un insecto alado. En el pecho de aquel animal luce la misma cruz invertida que portaba en su crisálida y en lugar de manos exhibe unas afiladas garras. No hay tiempo de rosarios ni de preguntas, y entre signos de cruz, sangran dos cuerpos.
Sólo queda la esperanza de que así como hay ángeles negros, también los haya blancos.
martes, 24 de enero de 2012
viernes, 20 de enero de 2012
El Rey de los Judíos
- Atención, un segundo. Un
segundo. Va a hablar el Rey de los Judíos.
Le llamaban así nadie sabía muy
bien ni tampoco preguntaba por qué. Igual era porque en mitad de la penumbra de
los días y la ceguera de las noches, la radiación y las tormentas eléctricas
nadie se distinguía muy bien de nadie y, cuando le encontraron, pasando como
pasaban por cualquier televisor que aún funcionara algún maratón de cine devoto
por ser primavera ibérica, les pareció el ídem redivivo y decidieron quedárselo
tal cual.
- Venid, venid. Que va a
hablar.
Al pregón escueto se sumó desde
los cascados y polvorientos altavoces que se tenían en pie la alarma de
bombardeo inminente, y aquello también sirvió, como solía servir, a los
parroquianos para ir a la oración y al culto. De entre los cascotes y los
rotos, de entre los balcones hundidos y las ventanas clavadas al suelo salió la
turba a veces arrastrándose y a veces gateando porque la verdad es que los
pulmones ya estaban tan rotos como las fachadas. Alguno hacía gárgaras como si se
tratara de una ametralladora más, una sin nido ni enemigo. Las cucarachas
huyeron a trancos intentando bajar de su nuevo puesto en la cúspide de la
pirámide alimenticia.
El Rey de los Judíos apareció
de entre la (todavía más) profunda oscuridad del viejo portal de una cadena de
televisión que ya solo existía en rótulos y que anunciaba a sus puertas
exclusivas de viudas de toreros y bebés-reality. Le habían peinado, quitado los
trozos de metralla y pólvora de la barba, pintado los ojos, los labios, los dientes
y una diana azul en la barriga afeitada. Hizo una cruz con los brazos y a su espalda
un triste foco le proyectó más allá de su sombra.
Fue a abrir la boca para hablar
y soltar la retahíla, y de entre los dientes morados pareció surgir el rugido inconfundible
de la aviación, pero no fue él. Una marea de crujidos y cuellos secos se
manifestó cuando los feligreses alzaron sus cabezas hacia el cielo negro, donde
una marabunta de bombarderos stealth chinos
batía las alas como cuervos.
lunes, 16 de enero de 2012
Elogio de la Estupidez
Era un hombre estúpido, tan estúpido como no había otro, y la estupidez era en él un rasgo distintivo, ese algo que lo convertía en único y diferente a todos. La estupidez, como alguien bien dijo, no era en él una imperfección, sino una cualidad exacerbada que lo volvía perfecto: perfectamente estúpido.
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