lunes, 24 de septiembre de 2012

Frida


Frida tenía un rostro sujeto a interpretaciones, no podías decir -así como así- que fuese fea o que poseyera una belleza rara. No, cada vez que la encontrabas, tenías que detenerte para analizarlo, acercarte y alejarte, mirarle todos los detalles como si se tratara de un cuadro de algún simbolista mexicano, debías tomarte tu tiempo para descifrarlo y finalmente decir si te gustaba o no: en definitiva, su rostro era una obra de arte.

sábado, 15 de septiembre de 2012

Concilio


Era una reunión sumamente importante, en la que estaba previsto que no quedara ni un hueco de silencio, pero nadie habló ni una sola palabra. Una veintena de altos hombres trajeados permanecieron recostados en sus asientos, clavando los unos en los otros las miradas fijas y secas. Varias moscas lo llenaron todo con su zumbido y pasearon a placer por las arrugadas calvas y los respetables mostachos sin ser molestadas, y sin que realmente se pudiera decir que estaban molestando, aunque se trataba de una reunión importantísima de la que dependían muchos destinos, mucho dinero, muchos egos. Mucho más dinero. Pero no se habló de nada de eso, quedó como un péndulo colgante entre todos aquellos hombres excelentes. Ninguno de ellos dijo nada, principalmente porque hacía horas que los había matado un escape de gas.

sábado, 1 de septiembre de 2012

El patio huele mal

A partir de las diez de la noche era más bajito de lo que ya era por el día. Era raro, sí, pero la varianza de su talla entre el día y la noche era algo de lo que no sólo me percaté yo, sino que era algo que se comentaba de manera usual entre los nuevos. Cierto es que al cabo del tiempo uno se acostumbraba y dejaba de prestarle atención, pero al principio chocaba, por eso cada nuevo inquilino del número zeta de la calle seis le miraba con asombro e incluso con miedo cuando se daba cuenta de tamaña rareza.

El día que llegó la señorita Lilíce a ocupar bajo una renta ridícula (y esto lo sé, no lo intuyo) el piso segundo A, que era interior y extremadamente oscuro, propiedad de la Señora Alina, empezaron los apagones. Sobre las diez de la noche de su primer día se fue la luz en todo el edificio. Volvió al cabo de una hora, una hora demasiado oscura para mi gusto, y es que ocupo un piso igual de interior y de extremadamente oscuro que el de la señorita Lilíce.

El hombre bajito se llamaba Ron, y aunque se pronunciaba de la misma forma, el decía que se pronunciaba Roin. Supongo que le parecía que tenía nombre de perro y por eso lo de añadirle una i, aunque a mi me seguía sonando a nombre de perro. De vez en cuando, o mejor dicho a menudo, los niños de la comunidad le dejaban en el felpudo galletas de perro, cosa que Roin se tomaba con más humor del que me lo habría tomado yo, y si justo les pillaba dejando las galletas lo que hacía era ladrar hasta que los chiquillos huían "asustados" y riéndose. Él también se reía, cogía las galletas y cerraba la puerta.

Las galletas se las daba a Tobi, un caniche negro de pelo brillante y mirada simpática. Su amigo, su gran amigo. Nunca se sintió su dueño y ahora yo tampoco lo hago. Trato a veces de alegrarle, pero su mirada continúa tan triste como el día que Roin, su amigo, su gran amigo, murió.

Como digo, desde el día que llegó Lilíce la luz se iba siempre a las diez y volvía a las once. Y justo a las diez y media era cuando llegaba Roin de pasear con Tobi, así que subían por las escaleras en tinieblas y supongo, porque nunca lo vi, que a tientas. Al principio no prestaba atención a los ruidos del piso de arriba, pero al cabo de los días relacioné el sonido de la puerta del portal al cerrarse con unos rápidos pasos en el piso superior. Era Lilíce, que imagino que corría hacia la puerta para asomarse por la mirilla aunque no viese nada, porque los pasos se dirigían inequívocamente hacia la puerta.

Pasaron unos meses con la misma rutina, tan solo los domingos, como señal divina, Lilíce se iba y la luz no se iba ni volvía ni a las diez ni a ninguna otra hora. Así que era bastante evidente que ella era la culpable de los cortes en el suministro eléctrico. De eso y de la muerte de Roin.

Con el tiempo Roin y Tobi, no necesitaban palpar las paredes ni reconocer el terreno para subir hasta el tercer piso. En el descansillo de la entreplanta segunda, entre el segundo y el tercero, había una trampilla que de manera oblicua comunicaba el suelo del descansillo con uno de los patios interiores. Nunca quise conocer el objeto de tal agujero, que sólo tenía que sobrepasar cuando me dirigía al trastero que ocupaba la bohardilla. Además, la trampilla metálica se hallaba cerrada por un candado del que nunca supimos si alguien tenía la llave.

A las diez y treinta y tres de una noche nos sobresaltaron los ladridos de Tobi. Todos, a excepción de la señorita Lilíce, salimos a la escalera con linternas y tratamos de calmar al perro. Tobi no dejaba de ladrar y de girar sobre la trampilla, pero ninguno de nosotros prestó atención a la indicación; la policía tampoco lo hizo y estuvo buscando a Roin durante semanas sin encontrar ningún indicio de su paradero. Desde ese día nunca más volvió a irse la luz en la escalera.

He de decir que no hay ventanas a ese patio, ni puerta de acceso, es como la mala coincidencia de tres bloques de pisos que dejaron dos metros cuadrados sin construir. El único acceso es por esa estúpida trampilla. Tobi se vino a vivir conmigo, y cada día al ir y al volver ladraba y gemía, pero yo nunca le dejaba pasar del primero, porque era aquí donde ahora vivía.

Empezó a oler mal al mes y medio. Nadie sabía de dónde procedía el olor, pero cuando se hizo tan evidente todos supusimos que venía del hueco de la trampilla. Y efectivamente así era. Cuando los bomberos abrieron la trampilla con un corta metales, descubrieron el cadáver en descomposición de Roin. La investigación policial y sus hallazgos son tan extraños como esta historia, y pese a cerrar el caso sin resolver, todos sabíamos que Lilíce era la asesina.

Cuando el juez ordenó el levantamiento del cadáver, la funeraria vino a recoger el cuerpo de Roin, para lo cuál nos pidieron la altura aproximada del pobre Roin. Haciendo cálculos entre la altura de unos y otros decidimos que debía medir, por el día, un metro y sesenta centímetros. Cuando aparecieron con la caja los del tanatorio, nos preguntaron a los que permanecíamos en la escalera si estábamos de broma, pues aquél hombre debía medir cerca de un metro y ochenta centímetros, más alto que cualquiera de nosotros. Era Roin, era su cara, su pelo, su ropa y su sonrisa marcada hasta después de muerto, pero no era su altura. Así que se fueron y volvieron con un ataúd más grande. Y en él, se lo llevaron.

viernes, 6 de julio de 2012

La guerra de las moscas


Con intrépida creatividad, los cronistas supervivientes la llamaron “La guerra de las moscas”. Establecer con algo parecido a la precisión la fecha de su inicio es una tarea hercúlea, es hacer de Sísifo en la Historia; los invasores, si es que se les puede llamar así, dejaron poco para trabajar a los pocos curiosos que quisieron hacerse cargo. Es por ello que, en su lugar del cuándo, los cronistas de hoy prefieren centrarse en el qué, mucho más a salvo en la tradición oral.

Ese qué aún susurra miedo entre los hombres. Parece ser que en un momento poco determinado de nuestra Historia reciente los insectos se alzaron contra nuestra especie de forma inesperada, repentina y violenta. Nos ha llegado parte de la extrañeza y la duda de nuestros antepasados cuando vieron llegar, contadas por miles de millones, legiones de coleópteros sobre el horizonte de lo que solía ser Nueva York. Las abejas pasaron “a aguijón” a buena parte de Europa, que hoy nos está prohibida. Otros testimonios hablan de cómo un lugar llamado Texas fue engullido por hormigas. De ese lugar, en visitas muy posteriores, solo se han encontrado acantilados y quebradas. Se dedujo que algo de cierto debía de haber en todo aquello.

Los invasores dejaron poco, muy poco para nadie. Porque, dicen, eran imparables; y aunque los viejos cuentan que en los tiempos de antes de la guerra existían cosas llamadas “insecticidas” o “matamoscas”, de poco sirvieron para detener a los atacantes. Es posible que, en los contraataques que se sucedieron, fueran exterminados millones de ellos, pero, como ejército, era casi infinito. Oleada tras oleada en todas las gamas de colores se abalanzaron sobre la Humanidad hasta que la devolvieron a sus orígenes y la obligaron a huir, a recluirse, a pasar hambre, frío y miedo, a no volver jamás a lo que antes, quizá con algo de soberbia y posesión, llamaba su hogar.

Los más viejos, aquellos primeros supervivientes de los primeros años de la guerra, evitan llamar a los insectos “invasores” porque, para ellos, en realidad los que sobrábamos éramos nosotros, y el pecado de nuestra especie fue la osadía de pensar que todo era nuestro. El mundo solo nos puso en nuestro lugar, y se vio que éramos demasiado débiles para evitarlo. Al parecer, y tal vez sea una de las pocas cosas que últimamente quedan por creer, lo estiramos todo demasiado.

domingo, 1 de julio de 2012

El beso

Enloquecido por tan bellos labios, el muchacho se zambullía en la boca de su novia, la recorría -una y otra vez- por los diferentes recovecos. Ella se contorsionaba y gemía, pero no tenía el valor para decirle que estaba con aftas.