lunes, 24 de octubre de 2011

Interiorizando heridas

La impenetrabilidad de tu mirada es ese muro de hormigón con el que me choco cada día. Los múltiples intentos por acceder a tus más exquisitos rincones, y los infinitos fracasos al tratar de hacerlo, me han convertido en un ser carente de sensibilidad. Por eso cada vez subo más alto, buscando el vértigo que añoro. El piso cincuenta y cuatro es un buen sitio para mirar hacia abajo; la acera carece de poros a esta distancia, pero ni la sensación de un abismo a mis pies logra alterar mi estúpido estado. Y llueve. Hace meses que las únicas gotas que atrapo en mi boca tienen sabor salado. Por desgracia, las medidas de seguridad del edificio evitan la apertura de ventanas, y tan solo puedo imaginar el sabor rancio de la contaminación en mi paladar. Trago saliva mientras golpeo con fuerza ese maldito cristal que me impide demostrar que aún siento algo. Amparado por la soledad y con alevosía estrello la silla de tu escritorio contra el ventanal, pero no cede, ni siquiera consigo hacer una muesca en el vidrio laminado. Agotado, depongo esta violenta actitud y cedo ante la cordura que trata de sostenerme en sus ajadas manos. Pero al darme la vuelta estás tú, con esa mirada impertérrita e inquisitiva, y puedo presentir tras tus zancadas la proximidad del brutal impacto. De forma súbita reacciono y veo el cristal quebrado frente a mí y tu cuerpo sobre el salpicadero atravesando con delicadeza la ensangrentada luna. Fuera sólo chatarra y un humo envenenado que cuando se disipa me permite ver tus ojos. Abiertos, están abiertos, y por primera y última vez puedo ver ese muro derribado que tanto busqué. Y vuelvo a sentir; de momento sólo dolor, pero como en toda cicatrización, el dolor es necesario.

domingo, 16 de octubre de 2011

Catarsis

Subió al estrado con casi hora y media hora de retraso, pero nadie se movió de su asiento en ese tiempo. Ninguno de los asistentes quería perderse la esperada conferencia sobre el secreto de la felicidad y el equilibrio interior, panaceas absolutas para los tumores del nuevo siglo.

El erudito ponente comprobó que el micrófono funcionaba carraspeando varias veces, y haciendo toc toc toc. Cada golpe hacía encoger algo en el pecho de muchos oyentes. Pura emoción a un paso de volverse incontrolable. Jolgorio tántrico. La catarsis.

Finalmente, habló.

“¡Ríase su propio chiste! ¡Fundamental!”.

Y se fue.

sábado, 8 de octubre de 2011

Ay, Inés

Cuando Inés le preguntó si la amaba, él le respondió que claro que sí. Entonces ella quiso saber por qué la amaba. Él tragó en seco y cuando iba a abrir la boca para decirle algo, Inés lo detuvo, advirtiéndole que -por favor- no le respondiese que era porque ella era hermosa u otras banalidades por el estilo. Como él se quedó en silencio, Inés decidió dejarlo.

Muy pronto conoció a otro hombre que no tuvo ninguna dificultad en recitarle sesenta mil razones de por qué la amaba, sin embargo, para tristeza de Inés, éste ni siquiera la consideraba interesante.